En noviembre de este año cumpliré cinco años que di el salto desde Caracas hasta Orlando, Florida. Tengo la ventaja de que soy ciudadano estadounidense, pero eso no quería decir que no era un inmigrante de todos modos. Por supuesto que no pensé que conseguiría trabajo como periodista de inmediato –si es que alguna vez– así que había que conseguir cualquier cosa. Después de pasar varias semanas en donde lo mejor que podría conseguir era limpiando mesas con un sueldo bajísimo y con un día libre, y el obligatorio paso por construcción (que duró dos días), el azar me llevó a una posición en la que nunca pensé me encontraría: sirviendo mesas en un restaurant en medio de un centro comercial muy concurrido.
Cinco años después, sigo en ese trabajo, que puedo decir sin lugar a dudas ha sido la mejor y la peor cosa que me ha sucedido en toda mi vida. Una de las razones es que, al entrar en la cultura de la propina de Estados Unidos, me doy cuenta que, aunque muchas veces trabaja en mi beneficio, la simple realidad es que no tiene ningún sentido, coño. A ver si les puedo explicar.
Una de las cosas que no extrañaba de emigrar fue la constante tensión que había en el ámbito político. Y créanme, lo viví de cerca, siendo periodista primero en El Nacional y luego en Últimas Noticias y Sexto Poder. Hasta incluso, siendo jefe de prensa de alguien tan ecuánime como Hiram Gaviria, fue imposible escapar del ocasional ataque tanto por parte del gobierno como de la oposición. Traté en la medida de lo posible de ser imparcial, de tratar de ver las dos caras de la moneda, pero es tanto el daño que el chavismo ha hecho en Venezuela que ser ni-ni ya no es una opción. (Estoy seguro que jamás podría escribir esta lista hoy en día, amén que el séptimo punto ya no aplica.)
Al llegar a Estados Unidos, para mi tristeza, ya empezaban aires parecidos. Trump había cumplido un año en el poder, y las divisiones políticas tenían ya cierto tiempo, desde finales del primer mandato de Barack Obama. Ahora que se acercan las nuevas elecciones, entrar a Twitter y comentar sobre ellas es dolorosa y absurdamente familiar. Y en especial absurdamente en estos tiempos, donde no solo llegamos al punto en que no se puede tener una discusión civilizada sobre política entre contrarios, sino que ya es «o estás conmigo o estás en contra de mí». Y el presidente que lo dijo primero es ahora considerado un republicano moderado. Quién lo diría.
Imagen de George Floyd en los restos del Muro de Berlín. Foto: Omer Messinger / Sipa / AP
Creo entender lo que está pasando en EEUU. Porque he leído. Porque he visto documentales. Porque he visto películas. Porque he hablado con gente de color, expertos en el tema. Parece que entiendo que este país tiene un problema de racismo sistémico, que surge desde que un grupo de africanos secuestrados fue traído a las costas de Virgina en 1619 (hasta escuché gran parte del podcast que hizo el New York Times al respecto).
Creo entender lo bastante para estar indignado por lo que le pasó a George Floyd. Así como me asqueé cuando mataron a Eric Gardner. A Trayvon Martin. A Michael Brown. Vi cómo ardió Los Ángeles cuando los policías que atacaron a Rodney King fueron absueltos, algo demasiado parecido a lo que ocurre ahora en todo el país. Y veo que nada ha cambiado entre 1992 y 2020 en cuanto a como se tratan los negros en EEUU.
Creo entender por qué esta pandemia ha afectado a la población afroamericana de manera tan desproporcional: porque en un sistema de por sí ya roto, ellos tienen poco acceso a él. Tienen más condiciones como diabetes, obesidad e hipertensión. Tienen menos ahorros. Y en muchos casos siguen yendo a trabajar, porque no se pueden dar el lujo de no hacerlo.
Y entiendo demasiado bien que eso muchas veces quiere decir que hay negros llevados por resentimiento, temor, rabia y odio. No tienen acceso a la educación que yo he tenido, aún viniendo de un «país tercermundista». Así que maltratan aún al que no haya maltratado. Por supuesto que no está bien. Yo no me merezco que me quieran joder ni irse sin pagar. No merezco que traten por todas las maneras que les perdonen la cuenta «porque no les gustó el servicio». Son gente que ha sido maltratada por el sistema y entonces lo maltratan a uno. Fuck you, les digo a esos. Hacen quedar mal a los que llegan con una sonrisa y reconocen un buen trabajo. Hacen quedar mal a los que han trabajado el doble de duro que un blanco sin nunca robar y han llegado lejos —muy lejos.
Pero no entiendo.
No entiendo porque sencillamente no soy negro. No entiendo por qué, de acuerdo con el libro Bleeding Out de Thomas Abt, entre 1976 y 2005, en 94% de los casos de víctimas de asesinato afroamericanas, el asesino también era negro. (En el 83% de los casos que era blanco, también era blanco el asesino.) Pero no entiendo por qué un negro es 2,5 veces más probable que muera a manos de la policía que un blanco. No entiendo por qué uno de cada mil negros puede esperar morir de esa manera. No entiendo por qué dicen que puede ser debido al crimen. De acuerdo con el sitio web Mapping Police Violence –que recoge estadísticas sobre violencia policial en EEUU– en Buffalo, Nueva York (pob.: 258.959), con 50% de la población de color y un promedio de 12 crimenes violentos por cada 1000, entre 2013 y 2016 no hubo una muerte a manos de la ley; en la ciudad donde vivo, Orlando, Florida (pob.: 255.843), con 42% de la población negra y 9 de cada 1000 crímenes violentos, en ese mismo período hubo 13 asesinatos por parte de la policía.
No entiendo.
Sí que entiendo, eso sí, cómo un presidente puede atizar las llamas de una situación. Díganme la diferencia entre decir esto y decir esto. Un hombre que desde el principio ha trabajado para incrementar las divisiones ya existentes en EEUU, que ha buscado poner en los puestos más claves de su Gobierno a gente leal y no a gente preparada, que rehúye de las opiniones expertas porque cree que él sabe más que los demás. Un hombre que ha convertido el partido de Abraham Lincoln a su imagen y semejanza, es decir, una partida de racistas antidemocráticos que, o siguen a ese hombre en su odio y miseria, o hacen lo que dice por temor (con una notable excepción). Un hombre que está creando un caldo de cultivo para que este país se termine de ir a la mierda porque ya están surgiendo demasiadas voces de extrema izquierda para tratar de hacerle contrapeso. Bernie Sanders no ganó esta vez, pero allí están Alexandra Ocasio-Cortez e Ilhan Omar, sólo para mencionar a las dos más prominentes. Porque cuando el odio se usa como arma, es tan poderosa como la comprensión. Es lo que llevó a Chávez al poder. Es lo que llevó a Trump al poder (entre otras cosas). ¿A quién llevará al poder en 2025? (Asumiendo, claro, que Trump no sólo pierda, sino que entregue el poder este año.)
No entiendo en qué momento Trump pensó que estaba en peligro y se escondió en su bunker, en vez de tratar de calmar la situación.
Pero no entiendo.
No entiendo por qué el movimiento Black Lives Matter aún se trata de criticar. No entiendo por qué no ven que al decir «All Lives Matter», aunque es completa y totalmente cierto (amo esta ilustración de Edo al respecto), están tratando de insinuar que los negros desconocen su propia realidad, que están siendo egoístas. En esta columna para Harper’s Bazaar, Rachel Elizabeth Cargle da dos ejemplos perfectos (traducción mía):
«Si un paciente siendo llevado a la sala de emergencia luego de un accidente apuntara a su pierna destrozada y dijera, ‘Esto es lo que importa ahora’, y el doctor viera los rasguños y golpes de otras áreas y replicara, ‘Pero todo usted importa’, ¿no existiría la pregunta de por qué no muestra la urgencia de atender lo que está más a riesgo? En un evento para recaudar fondos para salvar una biblioteca local en decadencia, nunca verían una horda de gente de la ciudad de al lado llegar furiosas y ofendidas gritando ‘¡Todas las bibliotecas importan!’ –especialmente cuando la suya ya está con buen presupuesto.(…)Mi mensaje personal a aquellos comprometidos a decir que ‘todas las vidas importan’ en medio del trabajo que busca justicia del mivimiento Black Lives Matter: demuéstrenlo. Señalen las maneras en que nuestra sociedad –particularmente los sistemas puestos para proteger a los ciudadanos como oficiales de policía y doctores y oficiales electos– están apareciendo para servir y proteger las vidas negras.
(Nota al pie, en nombre de la objetividad: el movimiento tiene, obviamente, un dejo de extrema izquierda en algunos de sus líderes que no comparto para nada. Y es notable que, aunque es muy válido y hasta loable que busquen eliminar los problemas del sistema que perjudican al punto de la muerte a las comunidades negras, han fallado en ser igual de vocíferos en contra de la violencia de pandillas en las principales ciudades de EEUU. No es suficiente para no apoyarlos, pero no me jodan, tampoco soy ciego.)
No entiendo los saqueos.
No entiendo qué van a lograr más que desahogar la rabia. Pero los destrozos quedan.
No entiendo quién puede pensar que eso es la mayoría. No entiendo cómo pueden negar una lucha que ha seguido por casi doscientos años. No entiendo por qué creen que es culpa de los negros. No entiendo por qué esta es una conversación que aún se tiene, una situación que ni siquiera mejoró al tener a un presidente afroamericano (de hecho empeoró).
Y antes que se me olvide, no entiendo cómo una policía puede matar más 1.200 personas en un país y no ocurre nada ni parecido a lo que sucede en EEUU. Y aún hay idiotas que creen que hay que apoyar un régimen así.
En el año 2007, Twitter en Venezuela era el equivalente a una pequeña aldea, donde sólo algunos felices habitantes tenían su conuquito virtual, tratando de deducir este nuevo mundo en el que nos movíamos. Hubo una que lo tomó de frente, y convirtió su parcela en una hacienda, a punto de mucho trabajo. Se llamó a sí misma Curiosa precisamente porque la curiosidad fue la que la llevó a investigar cuanto pudiera de este incipiente mundo de blogs, Twitter y eso que llamaban «la web 2.0».
Pero para un grupo de afortunados, Curiosa era Curi. Hasta la llegamos a llamar por su nombre verdadero, pero sólo en persona, porque se cuidaba muchísimo de tenerlo en Internet (y aquí no va a aparecer tampoco). Nos dimos el lujo hasta de llamarla amiga, en mi caso, así sea por breves momentos. Demasiado breves. Porque Curi era de esas personas que te hacen sentir afortunado a los cinco minutos de hablar con ella, porque era inteligente, divertidísima y super articulada.
Hablemos un segundo (zas) del tiempo. Tratemos de imaginar lo realmente insignificante que somos en términos cosmológicos. Si reducimos toda la historia del Universo en un año, como se ha hecho varias veces, el Homo sapiens habría aparecido a las 11:30 de la noche del 31 de diciembre. Y esos son casi dos millones de años de historia. Reducidos a 1.800 segundos. Te pone a pensar, ¿no?
El tiempo es algo que parece lo más constante que hay pero en realidad cambia en cuanto cambia la perspectiva de quien lo ve. Un segundo es una eternidad para el que llegó de segundo en los cien metros planos, una hora no es nada para el que está por despedir a un ser querido. En un minuto puede cambiar todo para la que espera el resultado de una prueba de embarazo. En un día puede que a un empleado promedio no le pase… nada.
A la vez, el tiempo puede ser eterno y efímero. Hay días que parecen durar unos minutos, otros se extienden más allá de sus 24 horas. Y créanme que les digo, pocas cosas te cambian tanto como el momento en el que te decides a ser uno de esos venezolanos que no pudo, no quiso o no aceptó quedarse en un país que lo es cada vez menos.
Quítale al ser humano lo más básico, y observa cuánto tarda en revertir a un estado tan parecido al animal, que uno de verdad se pregunta qué tan lejos estamos del simio, o quizá alguna otra especie menos parecida a nosotros. Porque luego de varios años viendo documentales de animales en televisión, les puedo decir que aún en ciertas especies que podríamos considerar inferiores existen cosas como compasión y solidaridad.
Esta mañana veía un episodio de la serie documental Blue Planet II, de la BBC, narrado por el naturalista David Attenborough, el primer episodio de los cuales cierra con una grave advertencia del estado en que está el Ártico. Se ha perdido 40% del hielo en el Polo Norte en los últimos años, y eso significa un alza en los niveles del mar. Para los animales que dependen del hielo para sobrevivir, eso también es un reto.
El equipo de Attenborough se enfoca esta vez en un grupo de morsas cerca de las costas de Canadá. Las hembras necesitan espacios para que sus jóvenes crías puedan descansar luego de mucho nadar, y una playa de tierra firme no es el mejor sitio; aunque las morsas son sociables, son hurañas como viejos cascarrabias, y están constantemente empujándose y golpeándose con los colmillos. Considerando además que cada adulto pesa más de una tonelada, y las crías escasos ochenta kilos, no es el mejor sitio para una guardería.
De modo que las morsas deben salir al hielo para que las crías descansen, ya que no tienen la fuerza para mantenerse a flote mucho tiempo, amén del peligro que representan los tiburones y las orcas. De hecho, hay una escena particularmente tierna de una hembra que sostiene con sus aletas delanteras a su cría como una madre humana sosteniendo a su bebé para que no se hundiera. El problema es que hay cada vez menos trozos de hielo que puedan sostener a la madre y al cachorro, y los que hay están fuertemente ocupados por hembras que tuvieron la idea primero.
En su desespero, una hembra se monta a empujones sobre un bloque de hielo en particular, lo que causa una conmoción entre las que ya estaban ocupando el sitio, a tal extremo que el hielo se desbarata y todo el mundo vuelve al mar. Como narra Attenborough, aquí todo el mundo perdió; es hora de volver todo el mundo a nadar para tratar de encontrar refugio, o las crías se cansarán hasta ahogarse.
Los paralelismos que vi esta semana en Venezuela con esta situación fueron muy chocantes.
Hoy día de elecciones regionales en Venezuela, les quiero plantear algo breve. La economía en este país se puede recuperar en un lapso de entre cinco y siete años. Me lo han dicho expertos en economía en diversos grados de optimismo, planteándome las más diversas razones. Por supuesto que todo empieza con un cambio, bien sea de las políticas de Gobierno, o (más idóneo, en mi opinión) con un cambio de Gobierno en sí.
Las herramientas de mi trabajo, junto con el único carnet que nunca devolví y la copia de la Ley Mordaza. Lo que no se ve es que ahora casi todos son reemplazados por el celular con el que tomé la foto. (Aunque yo prefiero decir que los complementa.)
La primera vez que escribí sobre el Día del Periodista fue en 2008, cinco meses después de poder unirme oficialmente a la celebración. Va para diez años de ese primer escrito en este mismo espacio (antes en Blogger), y sin embargo tanto que escribí ahí sigue siendo tan cierto…
Sigue siendo increíblemente difícil ser periodista en el país. De hecho, permítanme corregir: ya no sólo es difícil, es increíblemente peligroso. De acuerdo con declaraciones del director de la ONG Espacio Público, Carlos Correa, entre el 31 de enero y el 31 de mayo hubo 367 agresiones en contra de periodistas, 67% de las cuales vinieron de efectivos de la Guardia y Policía Nacional Bolivariana, donde sus implementos de trabajo, bien sea cámaras, celulares, grabadores o todas juntas, son robados o destruidos. Además, cuenta 471 denuncias de violaciones a la libertad de expresión, que incluye el cierre de 31 medios de comunicación.
Siempre consideraré que la verdadera medida de democracia de un gobierno es cómo trata a su prensa independiente. Porque un gobierno autocrático no tiene interés en que la verdad sea revelada. Y cuando tu trabajo implica buscar esa verdad, pues automáticamente eres tratado como el enemigo. Era muy cierto en 2008, sigue siendo muy cierto hoy en día. (Sí, y no sólo lo digo por los gobernantes de este lado. Right, Mister President?) Y la política es «al enemigo ni agua». Así que como tal será tratado. Por eso es que a pesar de los años poco ha cambiado.
Protestas en Caracas. Foto de mi pana Cristian Hernández para Europapress. Síganlo en Twitter e Instagram como @FortuneCris.
Hoy estuve en la marcha. No llegué a estar entre la represión, gracias a Dios, aunque a veces siento algo parecido a «remordimiento de sobreviviente». Sí, tomé fotos. No, no las quiero compartir. No sufrí daño alguno como gente muy cercana a mí, incluyendo a mi hermano. (Está bien, a Dios gracias.) No tragué gases. No recibí metrazos. Mañana hablaré con mi familia, a diferencia de Juan Pablo. A diferencia de otros 27 venezolanos más que han muerto desde que empezó este nuevo ciclo de protestas. La última vez fueron 43. ¿Habrá un resultado distinto?
Ya vamos pa’llá.
Primero, un recuento, para los que llegan de afuera. El pasado 29 de marzo, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia publica dos sentencias, la 155 y la 156, en donde básicamente asumen las funciones legislativas de la Asamblea Nacional «mientras se mantenga en desacato». En pocas palabras, siete tipos, uno de los cuales tiene una dudosa reputación (y estoy siendo terriblemente sarcástico) y que fueron colocados a dedo por la Asamblea anterior al filo de la medianoche, decidieron cargarse las voluntades de los cinco millones que eligieron a los actuales diputados. Todo el mundo puso el grito en el cielo –incluso la hasta ahora rubia más odiada de Venezuela.
Tratando de enmendar el capó, el Gobierno lo que hizo fue –y me disculpan la palabra– cagarla más. El presidente Maduro decidió instalar el Consejo de Defensa de la Nación para resolver el –sí, en serio– «impasse» entre el TSJ y la Fiscalía. A raíz de eso, el TSJ decidió suprimir las sentencias 155 y 156. Y ya, todos tranquilos, ¿verdad?