Oda a los amigos, pasados y presentes, si aún los hay

Colin Farrell y Brendan Gleeson en una escena de The Banshees of Inisherin. Cortesía Searchlight Pictures

No sé si han tenido la oportunidad de ver la película The Banshees Of Inishirin, pero si no lo han hecho, es tarea pendiente. Colin Farrrell y Brendan Gleeson vuelven a trabajar con el director Martin McDonagh (que los hizo brillar en la genial In Bruges, o Perdidos en Brujas), interpretando a dos amigos de toda la vida que están en un impasse porque Colm (Gleeson) de los dos simplemente no quiere ser amigo de Podraic (Farrell) y ya. Por supuesto que esto no es suficiente para Podraic, y el conflicto va escalando de maneras a veces comiquísimas y a veces muy, muy tristes.

Banshees se quedó conmigo no solo por lo buena que es, sino por los temas sorprendemente trascendentales que toca, que da la casualidad he tenido presente desde hace algún tiempo. Los dos principales: ¿En qué queremos pasar los años que nos quedan? Y, ¿por qué es tan encojonadamente difícil hacer amigos cuando se es mayor?

La primera es la más personal de las dos, y quizá es algo en lo que todos hemos reflexionado en los años de pandemia. De ahí las tendencias como el «soft quitting», más dedicación a la salud mental, un aumento en los hobbys y, como me ha constado, una gran renuncia en el sector de restaurantes. Porque básicamente no nos queremos calar más cosas que nos han hecho daño una y otra vez, sea un trabajo, clientes, o parejas. O bueno, «amigos». Ya vuelvo a eso.

La segunda es más compleja pero, curiosamente, es la más sencilla de responder. De adultos somos mucho más conscientes de nosotros mismos que de niños, de manera que tenemos mayor miedo de que otras personas nos juzguen. También nos cuesta más confiar en los demás, tenemos menos tiempo para dedicarle a otras personas, y cualquier detalle particular que tengamos: enfermedad, introversión, desconfianza o…

…en realidad siempre hemos sido malos amigos.

Este ha sido mi mayor pensamiento desde que empezó este, 2023 AD, rumbo desconocido. Como otros siete millones de venezolanos llevo cinco años viviendo lejos de lo que siempre conocí, ya adaptado, creo, pero aún con muchos retos por delante. Y toda persona que tuve la fortuna de llamar amigo, con solo dos excepciones, se encuentran muy lejos de mí como para poder siquiera intentar contacto físico. (¿Sabían que un estudio reciente determinó que, para poder empezar a ser amigos, se necesitan al menos 50 horas –al menos dos días– juntos? Para pasar de casuales a amigos son 90, y para ser amigos «de verdad» se necesitan 200.) Pero empiezo a pensar en mis actitudes y reacciones y comportamientos pasados, y la pregunta que me llega es: ¿seguirían esos amigos a mi lado si las distancias no existieran?

Siempre he sido mejor novio que amigo. Punto. Solo con mi actual pareja he aprendido que un componente de amistad tiene que estar unido a la atracción física para una relación auténticamente exitosa. Pero antes no era así. Antes, por mucho que me encantaba pasar tiempo en un grupo, lo soltaba todo y lo cancelaba todo si significaba identidad con un «culito» o con una novia. Al punto que una vez dejé de ver a una de mis mejores amigas en el hospital por estar con la pareja de turno. (Cierto, ya llevábamos tres años, pero sabes, ¿pesa eso más que una amistad de 18?) Nunca planificaba encuentros, siempre era el que iba a los encuentros. Y bueno… llegó el matrimonio que no debió ser. De ahí hay un episodio en particular que no voy a contar por aquí, pero ciertamente es el que más me ha hecho decir: ¿de verdad fuiste un amigo? (Por cierto: puedo culparla a ella de muchos alejamientos, y lo hago, pero ciertamente no de todos.)

Todo esto apenas lo estoy empezando a analizar con mi terapeuta, que imagino hará fiesta al leer estas líneas y empiece a planificar nuestras próximas sesiones. Pero mientras tanto, hago esta introspección y quiero pedirle perdón a cualquier persona que alguna vez se haya considerado amigo o amiga mía en el pasado reciente o lejano, o en el presente: lo siento. Perdónenme de verdad por no haber estado a su altura. Perdónenme por darlos por sentado, por pensar que, aunque eran incondicionales –y vaya que muchos lo fueron– solo pedía y pedía a cambio de tan poco, o quizá simplemente no suficiente. Perdonen cuando no llegué a tiempo, cuando no fui, cuando no escuché, cuando no dije.

No escribo esto y espero que me perdonen y todo empiece como si nada. Aún tengo un mundo de cosas por analizar, limpiar, y mejorar. Quizá necesite estos momentos en que me siento que extraño tanto compartir en grupo para realmente crecer y procurar que no cometa los mismos errores.

Una vez más, lo siento.

Ser mesonero: lo mejor y lo peor que me ha pasado

En noviembre de este año cumpliré cinco años que di el salto desde Caracas hasta Orlando, Florida. Tengo la ventaja de que soy ciudadano estadounidense, pero eso no quería decir que no era un inmigrante de todos modos. Por supuesto que no pensé que conseguiría trabajo como periodista de inmediato –si es que alguna vez– así que había que conseguir cualquier cosa. Después de pasar varias semanas en donde lo mejor que podría conseguir era limpiando mesas con un sueldo bajísimo y con un día libre, y el obligatorio paso por construcción (que duró dos días), el azar me llevó a una posición en la que nunca pensé me encontraría: sirviendo mesas en un restaurant en medio de un centro comercial muy concurrido.

Cinco años después, sigo en ese trabajo, que puedo decir sin lugar a dudas ha sido la mejor y la peor cosa que me ha sucedido en toda mi vida. Una de las razones es que, al entrar en la cultura de la propina de Estados Unidos, me doy cuenta que, aunque muchas veces trabaja en mi beneficio, la simple realidad es que no tiene ningún sentido, coño. A ver si les puedo explicar.

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50 lecciones para 50 años: parte 26 (y última)

Photo by Guillaume de Germain on Unsplash

Y llegamos. El día final. Cinco décadas de vida, resumidas en 26 días y 50 lecciones. Voy a seguir por un par de días más para tratar de llegar a los treinta días seguidos y luego a ver si el hábito de escritura se quedó. Pero qué sabroso ha sido esto. Qué sabroso poder mirar para atrás, ver todas las piedras sobre las que tropecé en el camino, todos los animales –buenos y malos– que me encontré, todas las flores que me paré a oler, y en todas ellas ver las piezas del rompecabezas que eventualmente se convirtió en mí.

Recuerdo pensar en algún momento que un hombre de cincuenta años era un anciano, que era un tipo que debía estar encerrado en una oficina, llegar a casa a diario para complacer a los hijos y familia, y salir los fines de semana. Llego a mis cincuenta aún sintiéndome de treinta (y bueno, según algun@s, pareciendo), riendo como un niño, amando como un hombre, actuando como un adulto cuando es necesario. Es una de las ventajas de Facebook, puedo ver cómo he evolucionado en los últimos años. Por eso es que como más llego es agradecido. Y agradecido estoy con ustedes que llegan conmigo a este punto de mi vida.

Lean toda la serie de las 50 lecciones aquí.

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50 lecciones para 50 años: Parte 25

Photo by Steve Shreve on Unsplash

La penúltima entrega de esta serie, que tan gratificante ha sido para mí escribir, llega en un día sumamente importante en mi vida, pues sin él no habría manera que estuviera frente a este teclado: el cumpleaños de mi papá.

A medida que pasan los años veo su cara cada vez más mientras me veo en el espejo: muecas, arrugas, bolsas debajo de los ojos, sonrisas… Siempre me han dicho que heredé su sentido del humor y el «más corazón que razón» de mi mamá, y es muy tarde para negarlo ni que quisiera. Cada paso que he dado en la vida ha sido tratando de imitar uno suyo, empezando por la decisión de siempre estar ahí para su familia así el trabajo nos saque la poca energía que podamos disponer. Tiempo atrás me quejaba de que no había logrado lo que él había hecho a mi edad –tener una familia, casa, carro, viajar– pero acepté que fueron épocas muy distintas.

Hoy celebro que mi viejo llega a sus ochenta años bueno y sano y rodeado de amor de su familia y amigos, que tiene dos nuevos nietos que lo deshidratan de baba cada vez que están cerca, que sabe que sus hijos crecieron y se hicieron hombres de familia, trabajadores, buenos y cariñosos. Decir que muchas de las lecciones que escribo aquí las aprendí de él es como obvio, pero les aseguro que todas se resumen en una: mi papá no solo es un gran padre, es un gran hombre, una gran persona, y uno debe tratar de copiar las acciones de los grandes para llevar una buena vida. Agradezco tanto que lo pueda ver feliz, así sea a la distancia, y no puedo esperar a que pueda abrazarlo otra vez. Feliz cumpleaños, papi.

Pueden ver las otras entradas de esta serie aquí.

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50 lecciones para 50 años: Parte 24

Photo by Nick Fewings on Unsplash

Evidentemente he calculado mal cómo llevar esta cuenta, pues asumí que con la parte 25 llegaría a mi cumpleaños, triunfantemente celebrando un año más con una entrada fastuosa. Pero no, resulta que con mi cuenta el número 25 llegará mañana, una fecha especial de por sí, como ya saben los que saben, pero no el plan original. Por suerte, ese plan no estaba escrito en bolígrafo. Así que ya saben, mañana y pasado tendrán una sola lección por día. Más largas, claro; son mis dos más importantes.

Los días pasan y lo que queda es el sabor que dejan. La nueva lección que aprendí esta semana es que al final todo se equilibra: habrán días malos y habrán días buenos, habrán retahílas de días malos e hileras de días buenos, y así. No hay quien determine cuál será un día bueno con anticipación, sólo depende de nosotros.

Me acabo de quedar dormido frente al teclado, así que vamos a hacer esto para que pueda descansar un poquito. Pueden leer las entradas anteriores a la serie aquí.

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50 lecciones para 50 años: Parte 23

Photo by Patrick Fore on Unsplash

Ayer en algún momento me puse a pensar qué podría hacer para seguir con el impulso de escribir algo a diario, a ver si finalmente el libro que tanto quiere salir desde mis entrañas lo termina de hacer. ¿Narrar algo a diario, como se suponía era este blog en sus principios? ¿Comentar alguna cosa interesante o extraordinaria con la que me topé ese día? ¿Enfocarme en cuentos cortos para alimentar a este niño?

Si haces algo chiquito todos los días, eventualmente el acumulado se transforma en algo grande. Puede que sea feo, pero existe. Esa es la vida creativa: sentarse a hacer algo a diario hasta que ese «algo» tenga una forma definida, y practicar a diario para apestar menos. Eso es lo más difícil para mí: esa disciplina que se requiere para sentarse todos los días en el mismo sitio, a la misma hora, y no pararse hasta que haya un resultado. Leer sobre las rutinas de los artistas y creativos es simultáneamente inspirador y desesperante, pues les admiras su disciplina pero ves en algunos instantes lo poco que duermen, la falta de amigos, las peleas con la familia…

Claro que no siempre es así, y de hecho ahora se trata de que no sea así. La imagen del artista torturado sólo ha ayudado a perpetuar que está bien el sufrimiento, incluso la inestabilidad mental, para lograr la obra maestra. Y ahora vemos tantos creativos que llevan vidas plenas, por su propia decisión, y tienen una salida artística aunque sea decente. Lo que todos tienen en común es que todos los días, sin excepción, posaron las nachas en la silla, abrieron el cuaderno / prendieron la computadora / prendieron el micrófono / sacaron una hoja en blanco, y se pusieron a trabajar.

¿Qué creen ustedes que debería hacer después del 17? Mientras tanto, pueden leer las entradas anteriores aquí.

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50 lecciones para 50 años: Parte 22

Photo by Francisco Moreno on Unsplash

La última semana antes de mi cumpleaños se ha dado a la tarea de poner a prueba incluso mis más queridas lecciones. Ciertamente ha estado cargada de un estrés que no me complace para nada. Y esta vez no puedo culpar a los clientes, sino a la indolencia de un grupo de compañeros de trabajo.

Siempre me ha gustado pensar que tengo una buena ética profesional, sea cual sea el trabajo. Si hay algo que tengo que hacer, lo hago y ya. Si puedo hacer un poquito más por ayudar, lo hago y ya. No puedo entender el nivel de egoísmo al que puede se puede llegar al punto que hace que el negocio corra peor. Ciertamente mi trabajo se vio afectado por estos tarados y no encontraba la forma de evitarlo.

Ya estoy tomando pasos para cambiar esta situación, porque no puedo seguir así. Siento que el único perjudicado seré yo sin que a nadie más le importe (aunque bueno, agradezco cuando mis jefes dicen que saben que yo doy lo que pueda). Que ese sea su bono, chicos: si la situación no está jugando a tu favor, cambia la situación.

Pueden leer las entradas anteriores a esta serie aquí.

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50 lecciones para 50 años: Parte 21

Photo by Austin Schmid on Unsplash

«Ser adulto fue el peor sueño que tuve de niño», leí, palabras más o menos, en algún meme por ahí. De cierta manera es una profunda realidad: cuando niño la única responsabilidad en realidad es el colegio (y aún así, vaya una responsabilidad). Y luego de eso, cada año es una nueva cosa que tenemos que hacer que nos quita tiempo de las cosas que queremos hacer. Es una vida sin duda más relajada.

Eso se une de cierta forma con lo que compartí ayer. No debemos dejar que la nostalgia nos enceguezca ante lo bueno que tenemos hoy, ni siquiera ante lo bonito que haya podido ser ese pasado. Es cierto, vivimos cansados, adoloridos, quisiéramos poder dedicarnos a jugar y a reunirnos con nuestros amigos todos los días. Pero díganme, ¿en serio dejarían atrás la posibilidad de viajar por su cuenta, comprarse lo que quisieran, poder beber… y el sexo?

I didn’t think so.

Pueden leer las entradas anteriores de la serie aquí.

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50 lecciones para 50 años: Parte 20

Photo by Tegan Mierle on Unsplash

Los 49 entran en su semana agónica, mientras la marcha a los 50 continúa inexorable. Gracias a los que me están acompañando en este pequeño viaje que sirve a la vez de clase, paseo por la nostalgia, ejercicio de escritura y limpieza mental. Y sobre todo, gracias a los que me siguen in real life, pues gracias a ellos llego a los 50 en el estado en el que estoy.

Me recuerda mis inicios en el mundo del blog, allá en la prehistoria del año 2007. Por supuesto usamos Blogger, pues era la única disponible para novatos. WordPress intimidaba, TypePad era para «weirdos», y Tumblr era… bueno, ustedes saben. Así que ahí empecé. Luego de un tiempo abrí ahí un blog de cine que estoy agradecido de decir que me llevó a sitios muy buenos. Y por ocho años ahí seguí hasta mudarme acá. Éramos inocentes, describiendo nuestro día a día como si nada. Twitter era una pequeña isla escasamente habitada y nadie peleaba. Nadie se imaginaba el poder que escondían esos primeros sitios, y muchos en parte lo lamentamos, pues descubrimos que no todo el mundo merece la libertad de expresión.

Aquí estamos, y aquí seguimos. De nuevo, infinitas gracias por leerme. Pueden leer entradas anteriores aquí.

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50 lecciones para 50 años: Parte 19

Photo by Eugene Lagunov on Unsplash

Cuando decidí empezar este proyecto, me aseguré de tratar de sentarme todos los días a la misma hora, tener el post listo para compartir en redes sin excepción. Y me he dado cuenta de aquello que «si quieres que Dios se ría, cuéntale tus planes». (Lo que dijo Maickel Melamed es más bonito, pero aplica igual; vean una de mis entradas anteriores).

Estoy escribiendo esto un día antes, pues sé que el sábado no voy a tener chance, mucho menos fuerzas, para escribirlo. Esperaba tenerlo listo para las 12, 1 máximo, para poder almorzar y dormir antes de prepararme para ir a trabajar. Pero con una perrita nueva, mil responsabilidades, dudo que pueda dormir algo. Porque aún tengo que arreglar la cocina que prometí arreglar antes de irme.

No es fácil ser adulto, es lo que quiero decir.

Pueden leer el resto de las entradas, escritas en su mayoría de manera mucho más relajada, aquí.

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