“Finalmente descansó”, fue lo primero que pensé. Lo que más necesitaba, lo que más le hacía falta. No hacía sino sufrir, bien fuera por enfermedad o por soledad. Rodeada de amor pero sin la gente que significaba tanto en su vida. Y así lo aceptó. Pero necesitaba descansar. Y finalmente, lo hizo.

Era mi madrina de bautizo. Ahí estuvo, con mi tío Armando. Me vio a cada instante de mi crecimiento. Siempre pendiente de mí, de nosotros. Crió a una hija y a un hijo. Vio al amor de su vida lentamente degenerarse, víctima de la crueldad que es Alzheimer’s. Vio a su padre irse. Vio a su madre irse. Vio a sus hijos irse del país a buscar su vida propia.

Y me acogió a mí en mis momentos más oscuros. Cuando me veía incluso sin casa, preparándome para un futuro que no debió ser, me acogió en su casa. Me trató como a un hijo más. Nos dimos compañía, aunque yo no siempre respondía bien. Pero estaba ahí para ella cuando me necesitaba, y ella desinteresada. Te hacía quedar bien claro cuando hacías algo mal, o si hacías algo contrario a las reglas de la casa.

Pero siempre dejó claro que también era mi casa.

Fue una madre ejemplar, una mujer dura pero llena de amor que nunca dudaba en demostrarlo. Estaba ahí para sus hijos siempre, tanto a los de sangre como a los que crió, o si acaso acogió, como a mí. No merecía nada de lo que sufrió, pero estoy tranquilo que finalmente volverá a ver a su amado Simón, a mi abuelo, a mi abuela. Estoy feliz porque todos nosotros nos ganamos un ángel de la guarda que será el más feroz guardián de nuestro bienestar. Porque si en vida era difícil pararla para que trabajara, no quiero ni imaginarme cómo será ahora con poderes infinitos.

Descansa en paz, tía amada. Lamento no haber estado allí para despedirme.