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A finales del año pasado, luego que subí una foto de un panda de origami a mi cuenta en Instagram, celebrando la noticia que el adorable osito blanco y negro ya no es considerado una especie en peligro de extinción (sino vulnerable), una muy querida amiga me escribió con su inusual sentido del humor: «Hola. El panda es el animal más inútil del mundo. Gracias».
Mi carcajada no fue normal. «¿Tú eres como el profesor Briceño, que dice que no son más que osos con vitiligo?»
Ella compartió la carcajada antes de proseguir. «No le veo nada lindo a un animal que pasa doce horas comiendo. Dime tú para qué son útiles los panda».
«¿Sabes cuánto bambú hace falta para alimentar un animal de 150 kilos?», le pregunto.
«Exacto. ¿Por qué no protegemos los bosques de bambú pero sí a los panda? ¡Porque los panda son lindos! Hay más panda en cautiverio que en estado silvestre. Son tan torpes que hasta nacen ciegos, sus crías son más indefensas que las crías humanas (que ya es mucho decir). Y además son tan gafos que hay estudios que dicen que son genéticamente carnívoros. ¡Y ellos siguen comiendo bambú! Insisto, no le veo otra utilidad que la decorativa. Creo que el mundo podría seguir funcionando sin ellos. Creo que los zancudos son más útiles».
Todo absolutamente cierto (excepto la parte de más pandas en cautiverio que en estado silvestre: según un censo reciente, hay 394 pandas cautivos, 32 nacidos en 2014, y cerca de 1.600 en libertad, todos en China). Hay que agregar además una cosa: los pandas son terribles para reproducirse. Tan es así que los conservacionistas los han sometido a «pornografía para pandas» a ver si se animan –y hasta el portal Pornhub anima a la gente que cree sus propios videos para animar a los animalitos a reproducirse.
Entonces cabe la pregunta: luego de tantos millones de dólares invertidos en tratar de salvar una especie que bien pueda haber cumplido su ciclo natural, ¿no es más fácil sencillamente cesar todo esfuerzo por conservarlos y dejar que sigan el camino del dodo, para enfocarnos en algún animal que sí valga la pena, tipo los anfibios?
Hay una respuesta lógica y científicamente responsable, pero también hay otra que se mete la lógica por donde no cabe: en esta era de Internet, si es lindo, se debe salvar.
En 2003, el programa de radio estadounidense This American Life transmitió un segmento sobre un ejecutivo de publicidad retirado quien tiene una idea notable: un canal de cable donde no haya gente, no haya diálogo, no haya historia: sólo 24 horas continuas de perritos haciendo lo que perritos hacen –o sea, ser adorables. Nadie se lo quiso comprar, pero pensemos lo de avanzada que era en ese entonces, considerando la cantidad de videos sobre perritos y gatitos que hay en YouTube, Instagram, Facebook y Snapchat –sin mencionar el «Puppy Bowl», el evento anual que el canal Animal Planet transmite en conjunto con el Super Bowl.
Por supuesto que eso no para ahí. En la actualidad, Internet parece obsesionada con lo adorable. Si puede inducir un «awww» o un «aiyomio coshito», será compartido ad nauseum. Y no para en lo obvio. No son sólo pandas, perritos, gatitos, hamsters, acures (o cobayos), pollitos o cualquier otro animal peludito o emplumado, o bebés humanos. De alguna forma Internet logró hacer de un gecko leopardo algo adorable.

Es más, hasta las arañas ahora son capaces de inspirar una sensación de apurruñe colectivo. ¿O es que aún no conocen a Lucas?
Las razones científicas por las que buscamos lo adorable son obvias. Toda criatura con nariz chata, ojos grandes y movimientos ligeramente torpes –digamos, como un bebé– estimula una zona en nuestro cerebro asociada con los sentimientos paternales. ¿O creen que todos los bebés son adorables porque sí? Hay una razón evolutiva para eso, en especial entre animales carnívoros Félix Rodríguez de la Fuente, notable naturalista español, escribió en su Enciclopedia Salvat de la Fauna (enciclopedia que aún conservo orgulloso en casa de mis padres), un episodio que ilustra lo importante que es eso.
En un safari en Kenia, presenció cómo un cachorro de león moría de una manera que no recuerdo bien en este momento, pero podría ser por el ataque de una hiena o por otro león. La madre, quien minutos antes estaba cobijando al animalito con ternura, dio un par de vueltas en torno al cadáver, y sin más se sentó y lo empezó a comer. Para ella había dejado de ser su hijo, pues ya no tenía el estímulo que le activaba el instinto maternal. Duro, pero cierto.
De paso, ver algo tierno nos eleva los niveles de endorfina, la hormona que estimula el placer en el cerebro. Y todos estaremos de acuerdo que necesitamos, en este momento, toda la endorfina que nos hace falta. El mundo está en un momento muy estresante, sea donde sea que vivimos. Tanto el real como el 2.0. En el real hay la dura situación en Venezuela, las crisis a los que nos somete el gobierno en EEUU, el triunfo de la izquierda populista en México, la angustia de la Copa Mundial en Rusia, el drama de los niños (y su entrenador) atrapados en una cueva en Tailandia, y cualquier cosa que esté pasando en Medio Oriente y Corea del Norte. Y en el 2.0 hay discusiones sobre cuál es la postura correcta en cualquier tema que te dé la gana, donde se le ven las costuras a más de uno. Así que para escapar de eso, vemos unas fotos o videos de cachorritos, y nos sentimos (así sea momentáneamente) mejor.
Pero aún así… ¿eso es suficiente para seguir con los esfuerzos de salvar a los pandas? Si le preguntamos a la mayoría de los expertos, la respuesta es un rotundo sí.
El Fondo Mundial de la Vida Silvestre (WWF, por sus siglas en inglés) afirma, como buen grupo conservacionista que es, que el ser humano llevó al panda al borde de la extinción por la destrucción de su hábitat, de modo que es también su responsabilidad protegerlo. Pero además, al conservar ese hábitat, se está protegiendo el sostén económico de la región de la China en la que vive: las cuencas de los ríos Yangste y Amarillo, pilares de agricultura, pesca, hidrología, energía y turismo. Igualmente, además de muchos animales magníficos, hay al menos tres especies más en peligro de extinción que comparten los bosques con el panda y que no tienen su fama, y son beneficiarios indirectos de los esfuerzos de cooperación.



El chita o guepardo (Acinonyx jubatus) a veces está en la misma conversación sobre especies que simplemente deberíamos dejar morir y ya, pues su dificultad para competir con especies más grandes como hienas, leones y leopardos, unidos a la amenaza de su hábitat (antes llegaban hasta tan lejos como la India), ha hecho a menos preguntar si no ha llegado al final de su ciclo evolutivo.
Admito que me es muy difícil ser objetivo en este aspecto, dado el amor que le tengo a los animales desde hace mucho. Ver la lista de animales que se han ido para siempre en apenas la última década es algo desolador. La noticia de la muerte del último macho de la subespecie norteña del rinoceronte blanco (Ceratotherium simum cottoni), aún cuando hay pequeñas esperanzas, me partió el alma, así como el drama de la vaquita (Phocoena sinus), una especie de marsopa de la que quedan apenas 40 especímenes en el Golfo de México.

¿De verdad queremos vivir en un mundo sin pandas? ¿Qué clase de mundo tendríamos si no pudiéramos tener los breves momentos de escapismo que nos ofrece un video de una madre sobresaltada por el estornudo de su bebé? Mi amiga es una de las personas más cariñosas e inteligentes que conozco, gran apreciadora de la belleza que la rodea. Pero temo que aquí se equivoca. El panda gigante debe ser preservado porque su presencia es indicativo de un mundo que puede ser infinitamente mejor.
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