50 lecciones para 50 años: Parte 25

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La penúltima entrega de esta serie, que tan gratificante ha sido para mí escribir, llega en un día sumamente importante en mi vida, pues sin él no habría manera que estuviera frente a este teclado: el cumpleaños de mi papá.

A medida que pasan los años veo su cara cada vez más mientras me veo en el espejo: muecas, arrugas, bolsas debajo de los ojos, sonrisas… Siempre me han dicho que heredé su sentido del humor y el «más corazón que razón» de mi mamá, y es muy tarde para negarlo ni que quisiera. Cada paso que he dado en la vida ha sido tratando de imitar uno suyo, empezando por la decisión de siempre estar ahí para su familia así el trabajo nos saque la poca energía que podamos disponer. Tiempo atrás me quejaba de que no había logrado lo que él había hecho a mi edad –tener una familia, casa, carro, viajar– pero acepté que fueron épocas muy distintas.

Hoy celebro que mi viejo llega a sus ochenta años bueno y sano y rodeado de amor de su familia y amigos, que tiene dos nuevos nietos que lo deshidratan de baba cada vez que están cerca, que sabe que sus hijos crecieron y se hicieron hombres de familia, trabajadores, buenos y cariñosos. Decir que muchas de las lecciones que escribo aquí las aprendí de él es como obvio, pero les aseguro que todas se resumen en una: mi papá no solo es un gran padre, es un gran hombre, una gran persona, y uno debe tratar de copiar las acciones de los grandes para llevar una buena vida. Agradezco tanto que lo pueda ver feliz, así sea a la distancia, y no puedo esperar a que pueda abrazarlo otra vez. Feliz cumpleaños, papi.

Pueden ver las otras entradas de esta serie aquí.

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